Una vez depositados el cáliz y la patena sobre el altar, el sacerdote, con
las manos juntas, dice:
Fieles a la recomendación del Salvador
y siguiendo su divina enseñanza,
nos atrevemos a decir:
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O bien:
Llenos de alegría por ser hijos de Dios,
digamos confiadamente
la oración que Cristo nos enseñó:
O bien:
El amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones
con el Espíritu Santo que se nos ha dado;
digamos con fe y esperanza:
O bien:
Antes de participar en el banquete de la Eucaristía,
signo de reconciliación
y vínculo de unión fraterna,
oremos juntos como el Señor nos ha enseñado:
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Extiende las manos y, junto con el pueblo, continúa:
Padre nuestro, que estás en el cielo,
santificado sea tu nombre;
venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día;
perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos
a los que nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal.
Solo el sacerdote, con las manos extendidas, prosigue diciendo:
Líbranos de todos los males, Señor,
y concédenos la paz en nuestros días,
para que, ayudados por tu misericordia,
vivamos siempre libres de pecado
y protegidos de toda perturbación,
mientras esperamos la gloriosa venida
de nuestro Salvador Jesucristo.
Junta las manos.
El pueblo concluye la oración, adamando:
℟. Tuyo es el reino,
tuyo el poder y la gloria, por siempre, Señor.
Después el sacerdote, con las manos extendidas, dice en voz alta:
Señor Jesucristo,
que dijiste a tus apóstoles:
"La paz les dejo, mi paz les doy",
no tengas en cuenta nuestros pecados,
sino la fe de tu Iglesia
y, conforme a tu palabra,
concédele la paz y la unidad.
Junta las manos.
Tú que vives y reinas
por los siglos de los siglos.
El pueblo responde:
℟. Amén.
El sacerdote, vuelto hacia el pueblo, extendiendo y juntando las manos,
añade:
La paz del Señor esté siempre con ustedes.
El pueblo responde:
℟. Y con tu espíritu.
Luego, si se juzga oportuno, el diácono, o el sacerdote, añade:
Dense fraternalmente la paz.
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O bien:
Como hijos de Dios, intercambien ahora
un signo de comunión fraterna.
O bien:
En Cristo, que nos ha hecho hermanos con su cruz,
dense la paz como signo de reconciliación.
O bien:
En el Espíritu de Cristo resucitado,
dense fraternalmente la paz.
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Y todos, según las costumbres del lugar, se intercambian un signo de paz, de
comunión y de caridad. El sacerdote da la paz al diácono o al ministro.
Después toma el pan consagrado, lo parte sobre la patena y pone una
partícula dentro del cáliz, diciendo en secreto:
El Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo,
unidos en este cáliz,
sean para nosotros
alimento de vida eterna.
Y, terminada nuestra peregrinación por este mundo, concédenos, también, llegar a la morada eterna donde viviremos siempre contigo y allí, con santa María, la Virgen Madre de Dios, con los apóstoles y los mártires, (con san N. santo del día o patrono) y en comunión con todos los santos, te alabaremos y te glorificaremos
Mientras tanto, se canta o se dice:
Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo,
ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo,
ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo,
danos la paz.
Esta aclamación puede repetirse varias veces, si la fracción del pan se prolonga.
La última vez se dice: danos la paz.
A continuación el sacerdote, con las manos juntas, dice en secreto:
Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo,
que por voluntad del Padre,
cooperando el Espíritu Santo,
diste con tu muerte la vida al mundo,
líbrame, por la recepción de tu Cuerpo y de tu Sangre,
de todas mis culpas y de todo mal.
Concédeme cumplir siempre tus mandamientos
y jamás pemiitas que me separe de ti.
O bien:
Señor Jesucrísto,
la comunión de tu Cuerpo y de tu Sangre
no sea para mí un motivo de juicio y condenación,
sino que, por tu piedad,
me aproveche para defensa de alma y cuerpo
y como remedio saludable.
El sacerdote hace genuflexión, toma el pan consagrado y, sosteniéndolo
un poco elevado sobre la patena o sobre el cáliz, de cara al pueblo, dice con
voz clara:
Éste es el Cordero de Dios,
que quita el pecado del mundo.
Dichosos los invitados a la cena del Señor.
Y, juntamente con el pueblo, añade:
Señor, no soy digno
de que entres en mi casa,
pero una palabra tuya
bastará para sanarme.
El sacerdote dice en secreto:
El Cuerpo de Cristo me guarde para la vida eterna.
Y comulga reverentemente el Cuerpo de Cristo.
Después toma el cáliz y dice en secreto:
La Sangre de Cristo me guarde para la vida eterna.
Y bebe reverentemente la Sangre de Cristo.
Después toma la patena o la píxide, se acerca a los que quieren comulgar y les
presenta el pan consagrado, que sostiene un poco elevado, diciendo a cada uno de ellos:
El Cuerpo de Cristo.
El que va a comulgar responde:
℟. Amén.
Y comulga.
El diácono y los ministros que distribuyen la Eucaristía observan los mismos ritos.
Si se comulga bajo las dos especies, se observa el rito descrito en su lugar.
Cuando el sacerdote comulga el Cuerpo de Cristo, comienza el canto de comunión.
Acabada la comunión, el diácono, el acólito, o el mismo sacerdote, purifica la patena
sobre el cáliz y también el mismo cáliz, a no ser que se prefiera purificarlo en la credencia
después de la misa.
Si el sacerdote hace la purificación, dice en secreto:
Haz, Señor, que recibamos con un corazón limpio
el alimento que acabamos de tomar,
y que el don que nos haces en esta vida
nos aproveche para la eterna.
Después el sacerdote puede ir a la sede.
Si se juzga oportuno, se pueden guardar
unos momentos de silencio o cantar un salmo o cántico de alabanza.
Luego, de pie en la sede o en el altar, el sacerdote dice:
Oremos.
Y todos, junto con el sacerdote, oran en silencio durante unos momentos, a no ser
que este silencio ya se haya hecho antes.
Después el sacerdote, con las manos extendidas, dice la oración después de la
comunión.
La oración después de la comunión termina con la conclusión breve.
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Si la oración se dirige al Padre:
Por Jesucristo, nuestro Señor.
Si la oración se dirige al Padre, pero al final de la misma se menciona al Hijo:
Él, que vive y reina
por los siglos de los siglos.
Si la oración se dirige al Hijo:
Tú que vives y reinas
por los siglos de los siglos.
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Concluida la oración después de la Comunión, el pueblo aclama:
℟. Amén.